EL UNIFORME ESCOLAR

Algunos de los errores que hemos cometido en materia educativa, y cuyas consecuencias nos han conducido a un sonoro fracaso escolar, tienen que ver con la no superación del trauma franquista y el rechazo consecuente a todo lo que pudiera oler a pupitre del "Cuéntame"; y el uniforme escolar, o la bata, es un ejemplo de ello. Y así, hipócritamente, de un plumazo, nos cargamos las tribunas de los profesores, porque había que "rebajar" su autoridad, convertidos en colegas y no en maestros. Ahora son uno más, y el respeto brilla por su ausencia. Nos apuntamos masivamente a la pedagogía activa y, de camino aprovechamos y nos cargamos todo lo que sonara a esfuerzo, memoria o estudio. Ya sobra el esfuerzo escolar. Reinventada el aula como una feliz excursión de campo, hicimos desaparecer las viejas notas, los exámenes finales y todo lo que recordara una enconada lucha por la excelencia. Ahora se pasan cursos sin aprobar. Y en el revuelo de este frenesí 'educativo', enviamos el uniforme a la hoguera, como último ritual de la freudiana necesidad de anatemizar nuestra infancia. Es decir, lejos de separar el trigo de la paja, y dejar por bueno lo bueno de esa vieja enseñanza, hicimos tabla rasa y nos dedicamos a experimentar con gaseosa. Ciertamente, si el franquismo fue inequívocamente malvado, el antifranquismo fue, a menudo, intrínsecamente estúpido, y peor si cabe. El uniforme forma parte de ese aquelarre purificador, de ahí la pasión que suscita. Sin embargo, sus virtudes en época democrática superan, con creces, los malos recuerdos que puedan atenazarnos. Primero, porque en la socialización de la marca comercial como seña de identidad, el uniforme rebaja humos, evita odiosas comparaciones y da oxígeno a la maltrecha economía familiar. No uniformiza -para uniformes ya están las modas clónicas de los jóvenes-, sino que da sentido de pertenencia. Además, evita el espectáculo dantesco de calzoncillos y tangas al viento, como si los escolares fueran el desfile cutre de Victoria Secret. Y, finalmente, recuerda al personal que una escuela es una escuela. Es decir, ni es la Pasarela Cibeles, ni es una discoteca. José María Hernández García