Perverso gremialismo

Algunos temas consiguen unanimidades contundentes, auténticos estados de opinión, cuya solidez quiebra cualquier deseo de justificación. De hecho, el solo intento de justificar lo injustificable acostumbra a revestirse de una pátina de inmoralidad, como si naciera de oscuros intereses, y no de nítidas razones. Algo así está ocurriendo con la decisión de la comisión disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de multar con 1.500 euros a un juez que, durante dos años, no tuvo tiempo de encarcelar a alguien sentenciado por abuso de menores. Los detalles de la instrucción arriban con pesadas coletillas, que aún oscurecen más la siniestra decisión de estos supuestos juzgadores de jueces. Que si el instructor obvió las posibilidades que le otorgaba la ley orgánica del Poder Judicial de sancionar con una pena más severa. Que si la misma comisión disciplinaria, en el mismo día, sancionaba a otro juez con 7.500 euros por faltas de higiene y problemas con un secretario. Que si se consideró falta grave y no muy grave.Y que, por suerte, la decisión final no se dio por unanimidad, sino por estrecho margen. Es decir, algún juez debía de tener mala conciencia. Y así se cerraba uno de los escándalos judiciales más importantes de los últimos años y que ha comportado un juez que no tiene tiempo de encarcelar a un abusador de menores, un abusador que en ese tiempo libre ganado a la cárcel presuntamente secuestra y mata a una niña, unos padres que luchan denodadamente por un castigo ejemplar, y una sociedad alucinada por que un juez pueda ser más severamente castigado por no cambiarse la camisa que por no encarcelar a un pederasta. Incluso se ha llegado a la insólita situación de que un presidente de Gobierno muestre su indignación por tal inaudita decisión. El escándalo es mayúsculo, y lo es aún más cuando da la impresión de que les importa un rábano, a los jueces implicados, que todo ello sea escandaloso. Como si vivieran en su pretenciosa nube, por encima del terrenal ruido. Como si hubieran confundido, definitivamente, su notable poder con el poder de no tener un mínimo de sentido común. "Algún día habrá que hablar de cómo se sanciona a los jueces y de todo el tinglado que tienen montado", decía un colaborador en el programa de Josep Cuní. Pues que hablen los que conocen por dentro la cuestión. Porque, visto desde fuera, lo que parece es que los gatos de la judicatura no se ponen mutuamente el cascabel, y que el sistema sancionador está pensado para proteger, con hormigón armado, los intereses gremialistas de los susodichos. Lo que parece es que se protegen los respectivos traseros. Lo que parece es, pura y llanamente, que entienden al juez Tirado, como debían entenderse a sí mismos cuando, en los tiempos de la trinchera, no hacían todos los deberes. Lo que parece, pues, es que les ha preocupado más proteger el gremio que ofrecer a la ciudadanía una decisión sensata, ejemplar y tranquilizadora. ¿Tranquilizadora? Ya sé. Me dirán, raudos, que ellos no están para tranquilizar al personal, sino para impartir sanciones justas. Y ahí está el quid: cuando la justicia se convierte en la responsable de un acto injusto, no hay nada más perverso. Lo que ha ocurrido no tiene nada de justo. De hecho, parece un auténtico cachondeo. No puedo evitar dedicar estas últimas líneas a la familia de la pequeña Mari Luz. Ha sido una familia ejemplar, sensata, responsable y capaz de transformar su dolor en una lucha a favor de los demás. Hoy deben de sentir una tristeza aún más honda. La misma justicia que no encarceló al presunto asesino de su hija, y que jugó durante meses con el riesgo de tener un abusador convicto de menores en la calle, esa misma, les espeta su prepotencia con esta sanción contra el juez Tirado. Porque 1.500 euros de multa es algo más que una vergüenza en el corazón de su tragedia. Es una bofetada en la cara de su dolor, una burla en la memoria de su hija, un desprecio a su lucha. Puede que los jueces esgriman razones sesudas, que tengan sus motivos, que les amparen las leyes. Puede todo, pero lo que parece da mucho asco. Y parece un puñetero acto de feo, puro y duro gremialismo. Pilar Rahola La Vanguardia